martes, 7 de mayo de 2013

Á bientôt



Estas son las últimas palabras de este blog. Han pasado algunos meses desde que escribiera la última entrada. Durante este tiempo me han operado la vista, pero no creo que mi visión haya mejorado, metafóricamente hablando. Al contrario, todo me parece un poco más oscuro y borroso en el mundo que me rodea y en ese otro más lejano que me cuentan los medios de comunicación, la llamada angustiosa de algún familiar o alguna valiente película cuyo director no tiene miedo de expresarse en libertad (y al que han dejado hacerlo, que no es poco).
Por mi parte, quisiera decirles que pienso seguir contando historias, que es lo que he venido haciendo desde este rincón. Ahora, no obstante, estoy tratando de hallar otros caminos para continuar narrando lo que me ocurre y lo que siento que les ocurre a los demás. Y como no me gustaría concluir de una forma brusca y un tanto desangelada, aquí les dejo unos pingajos de color gris oscuro, casi negro, que me he encontrado en mi (normalmente) agitada rutina durante estos últimos días. Ya saben, unos kilos de realidad envueltos en papel de ficción de “todo a cincuenta céntimos”.
Hace unas semanas se personaron dos agentes de policía en mi centro preguntando por una menor que habían abordado en un barrio cercano durante las horas lectivas dos días antes. Querían elaborar un informe y necesitaban hablar conmigo sobre su marcha académica. Al mismo tiempo, aparecieron dos trabajadoras de los servicios sociales del ayuntamiento, también en busca de la misma chica. Ya éramos cinco.
Voy a buscarla a su clase y sus compañeros me dicen que no se encuentra en la misma, pero que sí había estado en la hora anterior. Bajando las escaleras camino de la entrada, mi estado de zozobra estaba provocado más por la impresión que se iban a llevar aquellas personas sobre la seguridad del instituto que por lo que la niña podría estar haciendo en aquellos momentos. Para qué les voy a mentir. Es más. Antes de hablar con ellos, me pasé por la Conserjería para coger el estadillo de control de ausencias de alumnos que salen del centro durante la jornada escolar con el permiso de las familias, no porque esperase ver su nombre anotado en el mismo, sino para demostrar a aquellos guardianes del orden social que nosotros actuábamos correctamente y la responsabilidad de la falta residía en el mal comportamiento de la adolescente. Luego les invité a pasar a mi despacho mientras iba en busca de la Orientadora, cuya presencia también había sido requerida. De paso, y para contar con el apoyo de otro miembro de la Dirección por si la cosa se ponía fea, le dije a la Jefa de Estudios que se agregara a aquella reunión. En ese momento éramos siete.
Iba pasando el tiempo entre reflexiones y explicaciones y ni el conserje ni el profesor de guardia daban señales de vida para indicarnos si la niña había aparecido. Es difícil disimular el bochorno, al menos es lo que mí respecta, y la única forma que encuentro para evitar mostrarlo cuando pienso que he fallado en mis obligaciones es viendo a la persona que tengo enfrente como a un enemigo al que es preciso contraatacar antes siquiera de que comience la batalla. Y estaba desplegando la artillería pesada (ya había agotado la ligera) en el momento en el que un profesor entró en el despacho con la niña. A todo esto, yo me había adelantado y había llamado a su madre para hacerle saber lo que estaba ocurriendo. La mujer, aturdida ante la acción de su hija y mi enfado, me había preguntado cándidamente si debía acudir al centro. Dicha candidez me pareció en aquel instante una desvergüenza por parte de la progenitora, todo hay que decirlo.
La alumna no era una alumna sino un torrente de voz y gestos provocadores que amenazaban con llevarnos a todos por delante. Una vez que conseguimos que callase y comenzara a expresarse con más calma, pudimos enterarnos de que no había abandonado el centro en realidad. Había estado escondida en el rellano de una escalera “haciendo tiempo para la clase siguiente”.
La Jefa de Estudios y yo nos miramos fugazmente con alivio. Justo después llegó su madre y entonces ya éramos diez, porque el profesor que la había acompañado era su tutor y se resistía a abandonar el despacho sin enterarse de qué iba todo aquello.
Entonces vinieron más gritos, entre madre e hija, entre la alumna y yo, entre la trabajadora social y la madre…en fin, que no había manera de hacerse oír como no fuese levantando la voz más que los demás. Cuando recuerdo el incidente y trato de analizarlo, soy incapaz de vislumbrar si en algún momento tuve la oportunidad de haber impuesto mi autoridad desde el principio y no permitir semejante espectáculo. Pero es que era difícil no dejarse arrastrar por la pasión que ambas, madre e hija, imprimían a todo lo que salía de sus bocas. Pasión no exenta de irracionalidad, de cruda visceralidad, pero también de sentimiento, de verdad. Teníamos delante de nosotros la vida de los otros. Y qué vida tan jodida era aquella. Padre que abandona a su mujer quien, diez años después, sigue sin superar la pérdida de un amor que aún le duele. Y no era despecho, no. Era amor lo que aún reflejaban aquellos ojos hundidos en unas bolsas arrugadas y resecas. Una hija constantemente rechazada por la mujer que ahora ocupa el corazón y la casa de su apocado padre y que culpa a su madre de la situación en la que vive porque no fue capaz de retener a su marido en casa, privándola de la ansiada normalidad que viven sus amigas. Un hijo que está en proceso de ser hija, celoso de los atributos femeninos de la hermana a la que trata como a una hija intentando reemplazar la figura paterna, aunque eso conlleve el uso de la violencia cuando considera que la niña se desvía de lo él considera el camino correcto. El mismo hijo que tampoco renuncia a ser marido. Ese que, probablemente desde su legítima infelicidad, no ve útil a su madre más que cuando ésta se desvive por conseguirle la tan esperada operación, llegando a robarle el dinero y amedrentarla cuando no lo obtiene.
Poco podíamos hacer los que allí estábamos, sino escuchar. Al final, incluso sobrecogidos. Se tomaron algunas decisiones encaminadas a ayudarles en lo posible y el despacho se quedó vacío.
¿Les parece un culebrón? Eso mismo me parecía a mí The Italian Girl de Iris Murdoch cuando llevaba leída la mitad de la novela. Qué equivocado y poco vivido estaba yo en aquel entonces.
En el periódico de hoy, Rosa Montero menciona las palabras que Hemingway dijo a un escritor novato que le pidió consejo: “Escribe la cosa más verdadera que conozcas”. Eso es lo que yo he intentado hacer con esta historia. En realidad, con todas las que he escrito en este blog que ahora finalizo.
Ustedes mismos.
Sinceramente,
M.G.

viernes, 14 de diciembre de 2012

Música para tratar la realidad


Cada vez soy más partidario de sancionar a los alumnos que incumplen las normas del centro sin recurrir a la expulsión, aunque a veces no tengo más remedio que mandar a alguno a casa, ya sea porque no han funcionado otra clase de medidas, o bien porque la gravedad de la falta disciplinaria no me deja otra alternativa. A mi modesto entender, cuando tú haces venir a un alumno tres o cuatro horas al centro por la tarde para que ayude en tareas de limpieza y realice sus tareas académicas, el mensaje que le estás enviando es claro: ahora te vas a fastidiar tú en vez de fastidiar a los demás. Cuando recurres a la expulsión, a muchos les estás regalando unas vacaciones inesperadas para que pasen el mayor tiempo jugando con esos aparatitos electrónicos que tanto les atraen o se queden en la cama hasta las doce del día. En ocasiones, también sanciono con estancias durante el recreo en mi despacho o en Jefatura de Estudios. Quizás alguno de ustedes piense que es un castigo leve. Yo no lo veo así. ¿Acaso no echamos de menos un ratito de descanso al cabo de dos horas escuchando a un ponente en un curso de formación por muy interesante que sea su charla? ¿Se imaginan que la charla durase seis horas con conferenciantes distintos y sesudos temas a tratar?
Hoy he estado a punto de sancionar a una alumna que llevaba sobre sus oídos unos auriculares grandes e iba escuchando música a través de su teléfono móvil. Este hecho no tuvo lugar durante una clase, sino al finalizar la misma, cuando se dirigía a otro espacio del centro. Le recordé que en el instituto estaba prohibido utilizar los móviles ya que, para cualquier necesidad (llamar a un familiar en caso de encontrarse enferma, etc.), disponía de los teléfonos que existen en el centro. Todos ustedes se pueden imaginar las causas de dicha prohibición, pues de ellas han dado buena cuenta muchos titulares periodísticos. Pero me sorprendió la respuesta de la alumna. Después de disculparse (algo cada vez menos frecuente), me dijo que, oyendo música, se le hacía más llevadera su estancia en el centro y puso cara de “anda, se enrollado y no me quites el móvil, que lo quiero más que a mi novio”.
Podríamos hacer una análisis exhaustivo sobre lo que esconde esa respuesta, las connotaciones de carácter social, cultural, de formas de comunicación o de conducta que podemos observar en el comportamiento de los adolescentes actuales con respecto a aquellos que fuimos nosotros. Pero no me apetece hoy entrar en ese terreno.
La verdad es que lo único que se me ocurrió preguntarle en aquel momento fue qué canción iba escuchando. Es la banda sonora de una peli, me contestó. Ahí me ganó, qué le vamos a hacer.
 Y entonces pensé que yo podría probar a hacer lo mismo, aunque fuese sólo durante unos minutos. Al día siguiente, me llevé el iPod y unos pequeños auriculares al instituto, me los coloqué de la forma más discreta que pude y salí del despacho en dirección a la sala de profesores. La primera melodía que escuché fue el tema que Alberto Iglesias compuso para Lucía y el sexo, llamado “Voy a morir de tanto amor”. Créanme, fue milagroso. Mientras observaba a dos compañeras a las que tengo un enorme cariño conversar animadamente, me parecía que en realidad estaba viendo a dos heroínas de cine defendiendo ardientemente la enseñanza pública. Al girarme topé con un compañero que, digámoslo de forma suave, no es alguien por el que sienta mucha estima. Pero no estropeó su presencia la gozosa emoción que estaba experimentando. Al contrario, me descubrí sonriéndole y dedicándole unos cordiales buenos días. Después me dirigí al patio de bachillerato mientras comenzaba a sonar el “coro a bocca chiusa” de Madame Butterfly. Fue como entrar en éxtasis. Los alumnos parecían comunicarse entre ellos a cámara lenta, mostrando exquisitos modales. Vi una pareja de 2º de bachillerato haciéndose arrumacos y me pareció que estaba frente a unos jóvenes Romeo y Julieta incapaces de vislumbrar su trágico final. El profesor de guardia era como el mago Gandalf, al que le faltaba algo de material pirotécnico para hacer de aquel recreo una fiesta digna de cualquier pasaje del Señor de los anillos.
Pero entonces apareció el conserje, me puso la mano sobre el hombro y a grito pelado me preguntó si me estaba quedando sordo. Lógicamente, me tuve que desprender de los auriculares y busqué una excusa torpe con la que responder a su pregunta. Le dije que estaba haciendo un pequeño experimento. El hombre se fue de allí con cara de no entender nada y, probablemente, pensando que el ejercicio de la dirección me estaba afectando más de lo debido.
No me atreví a seguir en el patio una vez que la magia había desaparecido. Aún sentía ese gustillo en la boca del estómago cuando regresé al despacho y a la pantalla del ordenador, la cual me devolvió a una precocinada realidad. Qué lástima, porque la realidad podría ser tan bonita, tan especial.
¿Y si en vez de comprar ordenadores para los colegios y los institutos, nos implantaran un pequeño chip que hiciese que escuchásemos la música que amamos cada vez que quisiéramos sin que nadie lo percibiese?
A lo mejor habría menos agresividad, menos mala leche, menos malos modos, menos sanciones…más uhmmmm. Qué sé yo.

Permítanme que les invite a ver Trece pasos, la primera peli que he rodado. No es un cortometraje propiamente dicho, pues no tiene su esquema funcional. Está llena de defectos y de muy buenas intenciones. Y también de algunas actuaciones estupendas y una maravillosa música. Gracias desde aquí a todos lo que me han ayudado a hacer este sueño realidad. Ya estoy con la posproducción de La propina, mi segundo trabajo. He comenzado muy tarde en esto del cine, pero ahí estoy, peleando por seguir. No podría haber rodado este segundo proyecto sin haber hecho Trece pasos. Si les parece bien, pasen el enlace a quienes crean que les puede interesar. 

jueves, 22 de noviembre de 2012

Una historia


En aquellos días, Carlos era un adolescente que apuntaba maneras de futuro obeso. También era un chico amanerado que vendía su alma por unas gotas de cariño, aunque éstas fuesen el resultado de una transacción envenenada. ¿Qué más daba? Buscaba afecto y aceptación a cualquier precio, a veces pagando con la sumisión, otras con favores y pequeños regalos.
Una tarde de finales de septiembre, se subió en el coche de su padre camino del internado en donde pasaría los años siguientes hasta acabar COU e ir a la universidad. Con una determinación impropia de su edad, había rellenado y entregado una solicitud de beca estatal (llamada entonces del Monte Pío) y había convencido a su familia de que se la concederían. Incluso su padre pensó que estaba firmando un boletín de notas en vez de un impreso oficial dirigido al Ministerio de Educación y Ciencia. Con cuánto fervor le había rogado a la Virgen en la romería de septiembre que le concediese la oportunidad de comenzar una nueva vida que cumpliese sus expectativas y los sueños que anhelaba desde que comprendió que permanecer en aquel pueblo terminaría por asfixiarle. Prometió a la Patrona acabar el último curso de EGB con sobresaliente de media y lo cumplió. También cumplió su Virgen con él. Aunque entonces no sospechara el peaje que algunos pagan por ver sus deseos realizados.
El coche lo conducía un vecino, pues su padre no se podía permitir cerrar la barbería durante toda una tarde. En el asiento de delante iba su madre. Antes de partir, Carlos había consolado a su abuela que no había dejado de llorar durante toda la mañana. Mientras veía desaparecer el entorno físico y emocional de su infancia, comenzó a sentir una prematura añoranza salpicada de pequeños temores que ganaban en intensidad conforme más se alejaba el vehículo. En su cabeza resonaba la machacona canción de Betty Missiego que había representado a España en el festival de Eurovisión aquel año y que había escuchado en un programa que Televisión Española transmitía todos los días antes del Telediario. Su madre no pronunció una sola palabra durante todo el trayecto. Se pasó todo el camino apretando con fuerza una bolsa de plástico que llevaba sobre la falda por si a su hijo o a ella le entraban ganas de vomitar.
Cuando llegaron al internado, un edificio antiguo perteneciente a la orden Carmelita, fueron recibidos por uno de los hermanos. Con cierta premura, les acompañó al dormitorio común que ocupaban todos los internos y su madre le fue colocando en un pequeño armario toda la ropa a la que, pieza a pieza, se le había bordado un número; su número desde ese momento en adelante.
Apenas les dejó aquel cura tiempo para más nada. Cuando llegaron a la puerta de salida, tras la cual se erigía una gran reja de hierro forjado, los cánticos interpretados por los internos seminaristas llegaron hasta sus oídos un tanto desafinados. Carlos besó a su madre mientras observaba el amenazante gris plomizo de un cielo que estaba próximo a cerrarse, al igual que aquella verja. Entonces, tuvo el presentimiento de que había dejado atrás un lugar que le asfixiaba para entrar en otro que lo anularía por completo. Miró a su madre una vez más y entró en la galería del patio, apesadumbrado por el doloroso viaje de vuelta que esperaba a aquella mujer.
Durante aquella noche, Carlos escuchó los sollozos de algún compañero, pero intentó que nadie percibiera los suyos. A la mañana siguiente, se dirigió a un instituto en el que, entre otros, había sido profesor de francés uno de los más grandes poetas que este país ha dado jamás. Cuando entró en la clase, le temblaban tanto las piernas que su amaneramiento se acentuó de forma desmesurada. Tan nervioso estaba, que no percibió las mofas y los comentarios de los que serían sus compañeros durante aquel sombrío curso. Esa mañana también aprendió que el orden alfabético se podía aliar con el azar y jugar a su favor, pues su compañero de pupitre fue en todo momento un aliado, un amigo, su protector.
De las tardes y las noches en el internado, de algunas de los acontecimientos que a Carlos le ocurrieron allí, nadie ha sabido nunca nada. El curso terminó y el ansiado verano expandió el olor de los don pedros por los jardines y los patios de las casas... Cuando la abuela le estaba sirviendo un plato de arroz con leche que, con mimo, le había preparado para su vuelta, su padre se sentó frente a él y, como quien trata un tema de soslayo, le comunicó que el próximo año iría a un internado en otra ciudad. Una residencia juvenil perteneciente al estado, algo más cara, pero con un ambiente muy distinto al de aquel sitio en el que había malvivido durante nueve meses. Carlos protestó, sin apenas convencimiento, por el perjuicio económico que el cambio iba a acarrear a la familia. No habría vuelta atrás. Su padre había tomado una decisión. Aquella persona de origen humilde y escasa formación no había necesitado que su hijo le hablase del sufrimiento padecido. No había hecho más que observar su angustia cada lunes cuando se subía al autobús de regreso a aquella cárcel.
A los tres meses, Carlos comenzó a ver cumplidos sus sueños. Encontró un sitio acogedor y muchos amigos. Y vivió con intensidad experiencias inolvidables, aunque por el camino perdiera la naturalidad en su forma de relacionarse con los demás y terminara por crearse un personaje que fue, pasado el tiempo, más una trampa que una coraza. Fue un proceso rápido que comenzó el primer día que entró en la nueva residencia. Algo así como ese momento en el que la Marquise Isabelle de Merteuille (Glenn Close) baja de su carruaje en las Amistades Peligrosas para afrontar una difícil situación, y levanta el rostro mostrando su mejor sonrisa… la más falsa del mundo… la más desesperada.

miércoles, 19 de septiembre de 2012

Desaparecidos


Mañana, tres de septiembre de 2012, miles de docentes pondrán de nuevo el despertador a una hora determinada y se encaminarán a sus centros de trabajo. Una vez ya en la sala de profesores o en los pasillos, se saludarán, se contarán pequeñas anécdotas del verano vivido y se atreverán a pronosticar sobre lo que la mayoría piensa que será un curso de aguas turbulentas. Habrá alguno que bromee con el hecho de que al menos corra agua, dada la escasez de la misma durante este último año. Sin embargo, habrá quien en ese momento se aleje del grupo de conversación sin nada que añadir o comentar. Encarará el pasillo hasta donde guarda su material y dejará atrás los rostros desdibujados y las voces de los que han sido sus colegas durante uno o varios años de trabajo. (A algunos ni siquiera se les habrá dado esa oportunidad).
Será el caso de Carmen, de María, de Miguel Ángel… Ahora les aguarda la incertidumbre de saber si esta Administración, para la que han sido necesarios instrumentos de una escuela pública de calidad, volverá a contar con su buen hacer.
Carmen esperará en Córdoba a que la llamen para hacer sustituciones. Se sentará frente al ordenador a escudriñar una bolsa de trabajo que a duras penas avanzará ya que “la carne” de un sustituto se ha puesto por las nubes. Ha subido diez veces el ritmo del IPC. La administración ni siquiera se ha contenido en un IVA del 21%. Ahora un sustituto vale su precio en oro. Es un lujo que nuestra maltrecha economía apenas se puede permitir.
Carmen estará pegada a un teléfono de la misma forma en que se pega Rajoy a Merkel, o Rubalcaba a su pasado, con sumisión y sin condicionamientos. Y cuando llegue el momento en que por fin se vea en lo más alto de esa lista de espera, palpar su teléfono, comprobar que la batería está alta y siempre dentro de cobertura  será más importante que ver su propia sombra reflejada en la pared, pues, aunque la sombra proyecta su ser, es el aparato electrónico el que le que le devuelve su pleno sentido.
Y llegará esa llamada. Cuando le digan que tiene que estar en Vera o en Ayamonte al día siguiente, Carmen será feliz. Qué importa que en años anteriores haya ocupado una vacante en la que planificó con tiempo su trabajo, dedicó horas a llevar una tutoría con eficacia y se ganó el cariño de unos chavales, a veces difíciles y otras, bastante más.
Cogerá su coche, lo llenará de gasolina y de ilusión, aunque se marche a muchos kilómetros de su hogar sin saber siquiera cuánto tiempo va a trabajar. Lo único que pasará por su mente es que ya no es un número más de otra lista, la del INEM.
Será por eso que se ha vuelto tan cara “la carne” de un interino o un sustituto. Es fácil entrar en una lista negra, pero cuán difícil es salir de ella. Si no, que se lo digan a los que hacen cola frente a esos estatales edificios. En su caso, no es el amor lo que está en el aire, sino las partículas de la poca dignidad que les va quedando mientras gastan de forma estéril la suela de sus zapatos.
Pero es verdad, soy un exagerado y un melodramático. La mayoría van en chanclas.

jueves, 12 de julio de 2012

La gaviotas y el pan de molde


Carlos vio el mar por primera vez cuando tenía diecinueve años. Fue en Nerja, ese pueblo que dejó de ser un enclave turístico de tímida relevancia para convertirse en paisaje emocional de varias generaciones que vivieron con angustia el momento en que Antonio Ferrandis moría en la pequeña pantalla al son de unas sevillanas de corte melancólico y cierto aire marinero.
No llegó allí en plan turista, sino acompañando a un grupo de alumnos del internado en el que vivía. En realidad, había sido Carlos quien les vendió la idea de visitar aquel pueblo azul en que se había rodado la serie que tanto había impactado a los pequeños durante ese curso. Encontró la manera de cumplir un sueño largamente anhelado sin tener que pagar un dinero que no tenía, pero que sobraba con creces a aquellos muchachos. Y fue hermoso ver el mar en Nerja,  asomarse al Balcón de Europa y, en algunos rincones y calles, reconocer algunos de los escenarios naturales en los que transcurría la trama de la serie. Porque, todo hay que decirlo, Carlos también fue otro enamorado de las aventuras de aquellos chavales que disfrutaron el verano de su vida. A él le impactó especialmente el momento en el que Julia, la maestra, abandonaba el pueblo en un taxi con el rostro lleno de lágrimas mientras se escuchaba “El final del verano” del Dúo Dinámico. Ahí comprendió que la historia no tendría continuación porque, como él mismo se decía con diecinueve años, experiencias tan inolvidables sólo podían tener lugar una vez en la vida. Es curioso que se quedase en la retina con el personaje de la maestra: la que cargaba con la maleta de los valores y las enseñanzas universales, la que aportaba cordura y apostaba por la toma de conciencia ante las injusticias. Siempre habrá que agradecerle a Mercero aquellos momentos televisivos, aquel silbido musical que volaba junto a las bicicletas con el Mediterráneo de fondo. ¿Algo cursi quizás? ¿Mucho, tal vez? Qué más da. Aún hoy, emociona. Y lo hace porque es puro entretenimiento.
Esta tarde, Carlos cogió su coche y se acercó a otro mar. A una playa inacabable guardada por verdes pinares. Desde allí se contempla un voluminoso océano tintado de un azul más oscuro e intenso que aquel mar turquesa que vio hace tantos años. Se sentó en una silla mientras sus sobrinos jugaban en la orilla a enterrarse bajo capas de húmeda arena. Pertrechado bajo unas gafas de sol, observó un enorme cuadro costumbrista en el que no faltaban unos jóvenes emulando a los futbolistas del momento y una pareja de ancianos sentados bajo una discreta sombrilla, cuya mirada, quieta y serena, traspasaba la línea del horizonte. No dejaban de pasar aquellos que aprovechan para caminar sobre la fresca espuma que las olas dejan una y otra vez reposar en el borde que separa el agua de la tierra. Dos chicas animaban a una tercera a remojarse, intentando, con sus chillonas voces, llamar la atención de los espontáneos del balompié. Un matrimonio discutía si meter a su pequeño bebé en un mar que se embravecía por momentos. Y mientras el viento arreciaba y las toallas hacían amago de echar a volar, en el oído de Carlos sonaba machaconamente la melodía de Amarcord. Y es que este hombre veía aquel paisaje humano desde la perspectiva de un tiempo que ni siquiera él había vivido. Tan confundido estaba entre los fotogramas de esa película tan hermosa y la realidad que empujaba a las olas hasta sus pies que, en un momento determinado, le pareció ver a un joven levantar su brazo frente al sol que ya caía sobre el agua, y la melodía que escuchaba se fue perdiendo para dar paso a las notas de una sinfonía que, sin duda, Mahler habría compuesto para Muerte en Venecia. Ah, el cine.
Cuando se marchaba, dirigió su mirada a sus sobrinos que  iban dejando las migas sobrantes del bocadillo para que las comieran las gaviotas. Aves que eran las verdaderas dueñas de aquella playa, prestada aquella tarde para que el resto de los mortales soñáramos con un paraíso que nunca lograremos disfrutar.

PD. Gracias a los que cada vez que he abierto el blog aparecéis como seguidores. Gracias a los que lo habéis leído, a los que lo habéis recomendado, un millón de gracias por vuestro interés. No oculto que me hubiese gustado llegar a más gente, pero no soy tan iluso. Hay miles de blogs, y muchos con una temática más atractiva que la que yo ofrezco. Por eso, por vuestra fidelidad, un enorme abrazo. Descansad, disfrutad. Buen verano y hasta siempre.
Manuel Gomar

martes, 19 de junio de 2012

Penúltima parada


El viernes, mientras cruzaba Andalucía casi de un extremo a otro para ver a mi madre, a ese pueblo entre montañas, pensé que debía terminar de contarles el final de lo narrado en la entrada anterior. Pero, mientras veía tras el cristal de mi ventanilla las enigmáticas aguas del Tinto, las alargadas sombras de los eucaliptos, la inacabada y polémica torre Pelli, los campos de trigo y cebada y, por último, el comienzo de un sinfín de olivos, decidí que escribiría sobre otro asunto.
La semana pasada, cuando esperaba el seis para ir al instituto lo vi llegar a la parada del autobús. Vaquero desgastado y ajustado de rodilla para abajo, camiseta informal ancha, dos zarcillos en la oreja izquierda y uno en la derecha y auriculares conectados a un ipod. Me saludó amablemente y entonces reconocí su rostro. Alguna vez lo había visto por los pasillos, o tal vez en clase cuando había ido a echar una regañina al grupo.
Subimos al autobús y, algo forzadamente, nos sentamos juntos. Le pregunté en qué curso de primero estaba y se quitó uno de los auriculares para contestarme. Es curioso, me dije, cómo había podido entender mi pregunta a la vez que escuchaba música. Pero esa generación está tan acostumbrada a manejar cualquier chisme electrónico mientras atiende otras cuestiones que mi asombro no tenía razón de ser en realidad.
No es que tuviese obligación de mantener una conversación con aquel alumno, ni por supuesto él conmigo. Además, las ocho de la mañana no es el momento del día más idóneo para charlar de casi nada. Sin embargo, mi forma de ser, el modo en que me criaron, me impulsa a intervenir en situaciones que considero que pueden ser algo tensas u otras en las que creo que mi comportamiento no es el correcto. Si creen que esto es un rasgo positivo en mi personalidad, se equivocan. La mayor parte de las veces, sólo me ha causado problemas.
A la segunda o tercera pregunta ya me estaba haciendo un resumen de su vida. Y la tercera pregunta era una pregunta de cortesía para saber si se había sentido cómodo en el instituto después de haber pasado años en un colegio de Primaria donde, generalmente, se está más encima de los alumnos, se les arropa, se les atiende más individualmente.
Lo cierto es que Pablo había pasado por varios colegios. Y por varias ciudades, domicilios, amistades… Su padre le abandonó, al igual que a su madre, cuando él era muy pequeño. La mujer había tenido varios novios. Algunos fueron amables con Pablo y otros, no. Tampoco lo fueron con su madre, a la que le pegaban hasta que ésta finalmente decidía poner fin a esas relaciones. En ese momento, se encontraba en el hospital aquejada de una crisis de la enfermedad crónica que padecía. El año próximo pensaba irse a otro instituto, pues encontraba que el nivel que se exige en el nuestro es elevado para los conocimientos que traía debido, entre otras razones, a ese continuo devenir en tan corta vida. Al menos, me dijo, el novio actual de su madre era una buena persona que incluso quería casarse con ella.
Me contó todo esto como quien te cuenta el argumento de una película que ha visto recientemente y que no le ha gustado especialmente. Lo hizo de corrido, como quien ya ha tenido que contar esa historia muchas veces, sin intentar buscar mi empatía, ni siquiera mi comprensión. Pero siempre utilizando un tono de voz educado, agradable. Luego se colocó el auricular dentro del oído y dio por finalizada la conversación.
Por mi parte, me dediqué a mirar tras el cristal y a contemplar cómo otros niños y otros adolescentes se dirigían a sus colegios. Algunos iban acompañados por sus padres; otros, en grupo. Unos vestían uniforme y otros, como les daba la gana. A algunos era fácil adivinarles su procedencia social y económica. Chicos de vida cómoda, tan llenos de todo y tan vacíos por dentro. Y a otros se les adivinaba sus ansias por disfrutar de esa comodidad, aunque el precio fuera la nada interior. Qué más da. Esa nada ya se había apoderado de ellos.
Y lo peor fue que, al bajarnos del autobús y andar cien metros juntos hasta llegar a las puertas del centro, comencé a olvidar la historia que ese chico me había contado, pues también era una historia muchas veces oída. Fue al entrar al despacho de Dirección, mirar la fotografía que tengo en mi mesa, darme con el puño de la mano cerrado en la cabeza y preguntarme: ¿te estás perdiendo en el camino?
A propósito, en mi mesa tengo la fotografía que me hice junto a mi grupo de Diversificación hace dos años, justo antes de que se fueran del instituto. Allí están “21 centímetros”, Erik, “el patata”, mi Belén, Manolo, “el chapi”…. y un servidor.

martes, 29 de mayo de 2012

Como la harina que espesa el bizcocho


Un colega charlaba con la directora de un instituto cercano al suyo en la puerta de un restaurante mientras ésta le daba unas caladas a un cigarrillo. Se habían encontrado por casualidad. Él realizaba su caminata diaria cuando ella lo vio y le salió al paso.
Después de un breve saludo, de unas cuantas preguntas de cortesía y de los típicos comentarios sobre la situación por la que atravesaban los centros en ese momento, acabaron por hacer lo que realmente más les gusta a los directores de centros escolares: lamentarse de su propia situación y de la incomprensión que sufren tanto en su ámbito de trabajo como fuera de él. Fueron, pues, unos minutos de merecida catarsis. Sin embargo, para ilustrar esos latigazos de frustración, él hizo alusión a dos casos en los que había intervenido recientemente, recalcando el hecho de que en ambos había ido más lejos de lo que sus atribuciones le exigían, algo que le había producido pesar y una cierta sensación de inseguridad, por no señalar que ese “ir más allá” se repetía más a menudo de lo que él quisiera, aunque algunas veces fuese resultado de una decisión propia.
El primer caso llegó a sus oídos a través de una profesora que un día vio como una alumna del centro era zarandeada e insultada de forma bastante agresiva por un joven que parecía ser su novio. Este incidente ocurrió fuera del instituto, muy cerca de la puerta de entrada. La orientadora, que también había sido informada por esta compañera, le propuso al director que se reuniesen con la alumna para recabar más información antes de tomar decisión alguna, tal y como aconsejaba el protocolo. Cuando tuvieron delante a la alumna, una chica de no más de quince años, tímida y bastante asustada por verse en el despacho del director, fue la orientadora la que comenzó a preguntar, de forma educada, usando un tono de voz suave, cercano, casi familiar. El director, mientras tanto, analizaba las respuestas de la alumna, su expresión, su miedo a contestar ciertas cuestiones.
Cuando la alumna se marchó del despacho, la orientadora y el director tenían claro que existía un problema que había que abordar, aunque el primer escollo que se encontraron fue que “el novio”, que tenía veinte años, no era alumno del instituto. Resultaba a priori difícil obtener otra versión que no fuera la de la profesora, a la cual la adolescente negaba veracidad.
Entonces el director volvió a llamar a la alumna y, con más coacción que convicción, consiguió sacarle el nombre del centro donde estudiaba el joven, así como su número de teléfono móvil. Quince minutos después de hablar con él, éste ya estaba sentado frente a la orientadora, al director y a la alumna con la que mantenía relación. Que la chica estuviese presente fue la única condición que el joven había puesto para acudir al instituto.
Después de la conversación, el director decidió poner en conocimiento de la madre de la menor todo lo acontecido durante la mañana, permitiendo que la alumna y su “amigo” estuviesen presentes cuando la madre fuera informada. Eso fue lo que ocurrió cuando la mujer vino a recoger a su hija a las tres de la tarde. Luego, el director cogió su coche y se marchó a casa.
Hasta aquí, el frío relato de unos hechos, pero ¿qué omitió ese hombre a su colega mientras le narraba este episodio? Parece obvio que se guardó para sí todas las emociones, sensaciones e impresiones que vivió hasta que la alumna se marchó en el coche de su madre, y su “novio”, en la moto que había aparcado precisamente junto a su automóvil. A saber, el sollozo contenido de la chica mientras negaba que sufriese maltrato alguno, su miedo a que el director pusiera en conocimiento de la policía lo que la profesora había visto, supuestamente, claro; su ansiedad mientras hablaba por teléfono con el otro protagonista en liza; cómo lo miraba en el despacho. Unos ojos que transmitían una sutil sumisión a la vez que el candor de una adolescente enamorada; la seguridad de las respuestas del joven, su sonrisa rápida, sus ganas de agradar, que contrastaban con un gesto tenso y un discurso nada espontáneo. Su dominio de la situación.
¿Qué más no dijo aquel director? Pues que había sentido cierto miedo de lo que podría ocurrirle al exponerse demasiado sin conocer a todos los actores de la historia. Al fin y al cabo, ¿cómo saber la reacción que aquel chico tendría cuando le dijera que podría haber maltratado a su alumna? Su decepción ante la respuesta materna, que se limitó a restar importancia al asunto, no dejando resquicio a cualquier duda, agradeciendo la intervención del centro al mismo tiempo que implícitamente dejaba claro que cualquier decisión posterior sobre aquel asunto no incumbía a nadie más que a ella. En fin, mascullando, mientras se despedía, que aquello no era más que una rabieta de dos chiquillos.
Por último, el director no necesitó contarle a su colega que en todo momento sintió que actuaba como debía hacerlo, que había llegado hasta donde se le había permitido. Tampoco le dijo que aquella tarde estuvo pensando en su sobrina María, en el día que nació, en los momentos que intentaba que durmiera la siesta. Recordó cuando la llevaba a la plaza del pueblo a montar en el asiento trasero de la bicicleta de algún niño, el día que se enteró de que le gustaba un compañero del instituto, el día de su graduación en la universidad. En realidad, no comentó que esos pensamientos habían comenzado desde el mismo momento en que tuvo a aquella alumna sentada en una silla junto a él a primera hora de la mañana.