Estas
son las últimas palabras de este blog. Han pasado algunos meses
desde que escribiera la última entrada. Durante este tiempo me han
operado la vista, pero no creo que mi visión haya mejorado,
metafóricamente hablando. Al contrario, todo me parece un poco más
oscuro y borroso en el mundo que me rodea y en ese otro más lejano
que me cuentan los medios de comunicación, la llamada angustiosa de
algún familiar o alguna valiente película cuyo director no tiene
miedo de expresarse en libertad (y al que han dejado hacerlo, que no
es poco).
Por
mi parte, quisiera decirles que pienso seguir contando historias, que
es lo que he venido haciendo desde este rincón. Ahora, no obstante,
estoy tratando de hallar otros caminos para continuar narrando lo que
me ocurre y lo que siento que les ocurre a los demás. Y como no me
gustaría concluir de una forma brusca y un tanto desangelada, aquí
les dejo unos pingajos de color gris oscuro, casi negro, que me he
encontrado en mi (normalmente) agitada rutina durante estos últimos
días. Ya saben, unos kilos de realidad envueltos en papel de ficción
de “todo a cincuenta céntimos”.
Hace
unas semanas se personaron dos agentes de policía en mi centro
preguntando por una menor que habían abordado en un barrio cercano
durante las horas lectivas dos días antes. Querían elaborar un
informe y necesitaban hablar conmigo sobre su marcha académica. Al
mismo tiempo, aparecieron dos trabajadoras de los servicios sociales
del ayuntamiento, también en busca de la misma chica. Ya éramos
cinco.
Voy
a buscarla a su clase y sus compañeros me dicen que no se encuentra
en la misma, pero que sí había estado en la hora anterior. Bajando
las escaleras camino de la entrada, mi estado de zozobra estaba provocado más por la impresión que se iban a llevar aquellas personas
sobre la seguridad del instituto que por lo que la niña podría
estar haciendo en aquellos momentos. Para qué les voy a mentir. Es
más. Antes de hablar con ellos, me pasé por la Conserjería para
coger el estadillo de control de ausencias de alumnos que salen del
centro durante la jornada escolar con el permiso de las familias, no
porque esperase ver su nombre anotado en el mismo, sino para
demostrar a aquellos guardianes del orden social que nosotros
actuábamos correctamente y la responsabilidad de la falta residía
en el mal comportamiento de la adolescente. Luego les invité a pasar
a mi despacho mientras iba en busca de la Orientadora, cuya presencia
también había sido requerida. De paso, y para contar con el apoyo
de otro miembro de la Dirección por si la cosa se ponía fea, le
dije a la Jefa de Estudios que se agregara a aquella reunión. En ese
momento éramos siete.
Iba
pasando el tiempo entre reflexiones y explicaciones y ni el conserje
ni el profesor de guardia daban señales de vida para indicarnos si
la niña había aparecido. Es difícil disimular el bochorno, al
menos es lo que mí respecta, y la única forma que encuentro para
evitar mostrarlo cuando pienso que he fallado en mis obligaciones es
viendo a la persona que tengo enfrente como a un enemigo al que es
preciso contraatacar antes siquiera de que comience la batalla. Y
estaba desplegando la artillería pesada (ya había agotado la
ligera) en el momento en el que un profesor entró en el despacho con
la niña. A todo esto, yo me había adelantado y había llamado a su
madre para hacerle saber lo que estaba ocurriendo. La mujer, aturdida
ante la acción de su hija y mi enfado, me había preguntado
cándidamente si debía acudir al centro. Dicha candidez me pareció
en aquel instante una desvergüenza por parte de la progenitora, todo
hay que decirlo.
La
alumna no era una alumna sino un torrente de voz y gestos
provocadores que amenazaban con llevarnos a todos por delante. Una
vez que conseguimos que callase y comenzara a expresarse con más
calma, pudimos enterarnos de que no había abandonado el centro en
realidad. Había estado escondida en el rellano de una escalera
“haciendo tiempo para la clase siguiente”.
La
Jefa de Estudios y yo nos miramos fugazmente con alivio. Justo
después llegó su madre y entonces ya éramos diez, porque el
profesor que la había acompañado era su tutor y se resistía a
abandonar el despacho sin enterarse de qué iba todo aquello.
Entonces
vinieron más gritos, entre madre e hija, entre la alumna y yo, entre
la trabajadora social y la madre…en fin, que no había manera de
hacerse oír como no fuese levantando la voz más que los demás.
Cuando recuerdo el incidente y trato de analizarlo, soy incapaz de
vislumbrar si en algún momento tuve la oportunidad de haber impuesto
mi autoridad desde el principio y no permitir semejante espectáculo.
Pero es que era difícil no dejarse arrastrar por la pasión que
ambas, madre e hija, imprimían a todo lo que salía de sus bocas.
Pasión no exenta de irracionalidad, de cruda visceralidad, pero
también de sentimiento, de verdad. Teníamos delante de nosotros la
vida de los otros. Y qué vida tan jodida era aquella. Padre que
abandona a su mujer quien, diez años después, sigue sin superar la
pérdida de un amor que aún le duele. Y no era despecho, no. Era
amor lo que aún reflejaban aquellos ojos hundidos en unas bolsas
arrugadas y resecas. Una hija constantemente rechazada por la mujer
que ahora ocupa el corazón y la casa de su apocado padre y que culpa
a su madre de la situación en la que vive porque no fue capaz de
retener a su marido en casa, privándola de la ansiada normalidad que
viven sus amigas. Un hijo que está en proceso de ser hija, celoso de
los atributos femeninos de la hermana a la que trata como a una hija
intentando reemplazar la figura paterna, aunque eso conlleve el uso
de la violencia cuando considera que la niña se desvía de lo él
considera el camino correcto. El mismo hijo que tampoco renuncia a
ser marido. Ese que, probablemente desde su legítima infelicidad, no
ve útil a su madre más que cuando ésta se desvive por conseguirle
la tan esperada operación, llegando a robarle el dinero y
amedrentarla cuando no lo obtiene.
Poco
podíamos hacer los que allí estábamos, sino escuchar. Al final,
incluso sobrecogidos. Se tomaron algunas decisiones encaminadas a
ayudarles en lo posible y el despacho se quedó vacío.
¿Les
parece un culebrón? Eso mismo me parecía a mí The Italian Girl
de Iris Murdoch cuando llevaba leída la mitad de la novela. Qué
equivocado y poco vivido estaba yo en aquel entonces.
En
el periódico de hoy, Rosa Montero menciona las palabras que
Hemingway dijo a un escritor novato que le pidió consejo: “Escribe
la cosa más verdadera que conozcas”. Eso es lo que yo he intentado
hacer con esta historia. En realidad, con todas las que he escrito en
este blog que ahora finalizo.
Ustedes
mismos.
Sinceramente,
M.G.